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miércoles, enero 07, 2009

La historia de bill (trabajo de primer paso)

LA HISTORIA DE BILL

La fiebre de la guerra estaba en su apogeo en aquel pueblo de Nueva Inglaterra al cual habíamos sido asignados nosotros, los jóvenes oficiales procedentes de la ciudad de Plattsburg, y nos sentíamos elogiados cuando los primeros vecinos en recibirnos nos llevaban a sus casas y nos hacían sentir héroes. Estaban aquí, pues, el amor, el triunfo, la guerra; momentos sublimes salpicados de los intervalos más dichosos. Era yo, finalmente, parte de la vida y en medio de la alegría, descubrí el licor. Me olvidé de las enérgicas advertencias y de los prejuicios de mi familia en lo que se refería a beber. Llegado el momento zarpamos hacia ultramar. Me sentí muy solo y de nuevo acudí al alcohol.

Yo descubrí la comida en medio de la operación Malaya. Aquel clima de inseguridad y miedo, de vicio y corrupción que me rodeaba, hizo que me pusiera en busca de un consuelo que descubrí en la peligrosa compulsión por la comida. Empecé a usar los atracones como método de búsqueda de placer para compensar el dolor que sufría pues mi trabajo, mi vida, estaba en medio de un caos de narcotráfico y corrupción.

Desembarcamos en Inglaterra y visité la Catedral de Winchester. Muy conmovido me salí a caminar. Mi atención fue atraída por una leyenda grabada en la lápida de una tumba:

Aquí yace un granadero de Hampshire Quien pasó a la otra vida, porque bebía bastante cerveza Un viejo soldado nunca es olvidado Haya muerto por mosquete O por el tarro.

Yo durante mucho tiempo me enorgullecí de mi manera de comer y de mi obesidad. Nunca me di cuenta, ni pensé, ni siquiera atisbe, que eso pudiera ser un problema, mucho menos una enfermedad, para mi.

Ahí estaba una severa advertencia que yo no supe tomar en cuenta.

Una vez que regresé al país, a los veintidós años, era ya un veterano de guerra en el extranjero. Fantaseaba yo con mis cualidades de jefe: los hombres de mi batallón ¿acaso no me habían ya dado un testimonio de su particular aprecio por mí? Mi talento para ser líder me iba a colocar a la cabeza de enormes empresas que dirigiría yo con la más grande de las seguridades.

Yo siempre quise ser rico. Y el más guapo. Y tener a la novia más guapa. Pero entre ese final feliz, y el infierno donde estaba, había un gran trecho que estaba en blanco y yo ignoraba. No sabia como, ni tampoco me lo planteaba. Yo solo le exigía a la vida esas cosas. Y la vida me las tenía que dar. Y como no las conseguía, vivía odiando a todo el mundo y a mi mismo.

Asistí a un curso nocturno de derecho y, posteriormente, obtuve un empleo como investigador en una compañía aseguradora. La carrera hacia el éxito ya había comenzado. Iba a demostrar al mundo entero que yo era alguien. Mi trabajo me llevó a Wall Street y, poco a poco, me fui interesando en el mercado de valores. Había muchos que perdían dinero, pero otros hacían fortunas. ¿Por qué yo no?

Estudiaba economía y ciencias de la administración, además de derecho. Por mi propensión al alcohol casi reprobé mi curso de derecho. Me presenté a uno de los exámenes finales, tan borracho para escribir como para pensar. Aunque en esta época no bebía yo de manera continua, mi esposa ya se mostraba muy inquieta. Teníamos largas conversaciones durante las cuales intentaba yo tranquilizar sus presagios diciéndole que los hombres geniales habían tenido sus mejores ideas bajo el efecto del alcohol; que las más sublimes teorías filosóficas habían nacido de la misma manera.

Debía tener yo 17-18 años cuando un día quise comer algo que mi madre me negó. Tuve tal pataleta que revente un cenicero contra el suelo, hiriéndome la mano. Tuve una buena hemorragia y me tuvieron que dar puntos en la mano. Todo por que me quería comer aquello que mi madre me negaba. Con esa herida no podía escribir, y así no me podía presentar a los exámenes finales, así que perdí un curso, justo el de antes de la selectividad. Por una pataleta por querer comer. Tal era mi adicción a la comida.

Cuando finalizó mi curso de derecho, yo sabía ya que no estaba hecho para esta disciplina. Estaba envuelto por el torbellino de Wall Street. Los amos de las finanzas y del mundo de los negocios eran mis héroes. Mezclando el alcohol con la especulación financiera, empecé a forjar el bumerán que un día se volvería en mi contra y me haría pedazos. Como vivíamos en forma modesta, mi mujer y yo habíamos economizado 1 000 dólares. Este dinero nos sirvió para comprar unas acciones de muy poca demanda y que tenían un buen precio. Tenía yo razón al pensar que algún día estas acciones llegarían a tener mucho valor. No había yo podido convencer a mis amigos de la Bolsa para que me enviaran a investigar acerca de la administración de fábricas y de otras empresas; sin embargo, mi esposa y yo decidimos ir de cualquier forma. Estaba yo plenamente convencido de que la gente perdía dinero en la Bolsa debido a su ignorancia sobre los mercados. Más tarde, yo encontraría muchas razones más.

Así somos los adictos. En una fase alta nos creemos que nos podemos comer el mundo, luego cuando veo que no es verdad, caigo en la más profunda depresión por mi gran frustración. Lo que me lleva a ejercer mi adicción para tapar el dolor. Es la montaña rusa, el ir del todo a nada, los extremos emocionales.

Dejamos nuestros empleos para ir a la aventura a bordo de una motocicleta en cuyo remolque colocamos una tienda de campaña, cobijas, ropa para cambiarnos y tres voluminosos anuarios sobre referencias bursátiles. Nuestros amigos nos decían que estábamos locos de atar y quizá sí tenían razón. Gracias a algunas especulaciones de suerte, teníamos un poco de dinero de sobra; sin embargo, una vez tuvimos que trabajar en una granja durante un mes, para evitar gastarnos ese pequeño capital. Por mucho tiempo, yo no tendría otro trabajo manual honesto como éste. En un año ya habíamos recorrido toda la parte oriental de los Estados Unidos. Los informes que había yo enviado a Wall Street durante este tiempo me significaron a mi regreso una posición destacada, así como la posibilidad de disponer de una generosa cuenta de gastos. Otra transacción" afortunada en ese año me proporcionó fondos adicionales que se tradujeron en una utilidad de varios miles de dólares.

En el curso de los años siguientes, la suerte me trajo dinero y triunfos. Ya había yo llegado". Numerosos eran aquellos que adoptaban mis ideas y se fiaban de mi juicio en esta danza de millones de dólares. La gran ola de prosperidad del final de la década de los veintes estaba en su cúspide. El tomar una copa se había convertido en una cosa importante para mí. En los salones donde se tocaba jazz, el parloteo era altísimo. Todos gastaban miles de dólares y se hablaba en términos de millones. De los demás, yo me burlaba. Yo me había hecho de una multitud de amigos de los buenos tiempos.

Este es el síndrome del adicto social, hacer algo (beber o comer compulsivamente) por que todos los demás lo hacen. Para mi es una manera de sentirme uno mas, de sentirme aceptado. Es tan injusto que ellos puedan y no yo. Es el borreguismo de seguir a la manada buscando aceptación, una manera de reparar mi dañada autoestima. Pero no se me puede olvidar jamás que ellos no son comedores compulsivos y yo si lo soy, en cuanto a comida no soy normal. He tenido recaída por estos. Me confieso claramente un comedor social, y usar la comida como manera de facilitar las relaciones sociales en reuniones y eventos es algo muy peligroso para mí.

Mi consumo de alcohol aumentó seriamente. Bebía constantemente durante el día y casi todas las noches. Los reproches de mis amigos generaron disputas y me encontré solo de nuevo. Hubo numerosas escenas desdichadas en nuestro suntuoso apartamento. Jamás le había sido yo infiel a mi mujer debido a mi lealtad hacia ella, lealtad a menudo respaldada por mi estado extremo de embriaguez que me mantuvo alejado de estas andanzas.

La enfermedad (llámese compulsión por la comida o alcoholismo), yo creo que una de las grandes armas que tiene es la soledad. Me aísla, me confunde, me degrada como persona en las relaciones sociales hasta llevarme a la soledad donde solo estoy yo y la comida, y ella es mi dueña y señora.

En 1929 se apoderó de mí la fiebre del golf. Me fui enseguida al campo con mi mujer para que aplaudiera, mientras que yo trataba de superar las hazañas de Walter Hagen. El alcohol me atrapó mucho más rápido de lo que hubiese yo podido vencer a Walter Hagen. Comencé a tener temblores por las mañanas. El golf era una oportunidad para beber todos los días y todas las noches. Experimentaba un gran placer en pasear a bordo del coche por los campos del selecto club que tanto me había impresionado cuando era joven. Ya usaba el magnífico abrigo que usaban los afortunados. El banquero de mi localidad me observaba depositar cheques de gran denominación con un divertido escepticismo. Entonces, en octubre de 1929 se desencadenó un infierno en la Bolsa de Valores de Nueva York. Después de uno de esos infernales días, iba yo titubeante del bar de un hotel a las oficinas de la correduría. Eran las ocho de la noche, cinco horas después de haber cerrado el mercado.

Estaba yo en Aquella ciudad trabajando en una empresa de espectáculos dedicada al mundo de la música cuando aparecieron dos grandes escollos para mí en aquel momento: las drogas, y la crisis de la operación malaya. Mi jefe era un adicto a las drogas, y creo que traficaba a poco nivel con ellas. Todo el tiempo que estuve con el no hizo ni un solo euro, y se dedico a dilapidar su dinero en negocios de dudosa rentabilidad. A parte que me utilizo y abuso de mi como si fuera su chico de los recados, llegando incluso hasta hacer de portero en una discoteca. Yo necesitaba el dinero, me acababa de comprar un coche y tenia que pagarlo. Y veía que mi sueldo dependía de aquel indeseable, que tenia que ir todos los días al juzgado a firmar por sus delitos de estafa previos. Además tuve un disgusto con una chica, Ella, que me hizo mucho daño puesto que tuve una relación muy tormentosa con ella. Empecé a comer compulsivamente sin ser consciente de que buscaba refugio en la comida.

El telégrafo aún estaba funcionando. Me quedé observando un pedazo de papel sobre el cual aparecía la inscripción XYZ- 32. En la mañana se había cotizado en 52. Estaba yo arruinado al igual que varios de mis amigos. Los diarios informaban acerca de personas que se habían suicidado lanzándose de lo alto de las torres de la Bolsa. Esa situación me provocó un disgusto. Pero yo no iba lanzarme. Me regresé al bar. Mis amigos habían perdido muchos millones desde las diez de la mañana, así pues ¿qué había de malo? Ya mañana sería otro día. A medida que estaba bebiendo, mi antigua y tenaz determinación por ganar regresó a mí.

Al otro día por la mañana le llamé a un amigo en Montreal. A él le había quedado mucho dinero y era de la opinión de que mejor debía irme al Canadá. En la primavera siguiente, mi mujer y yo ya llevábamos de nuevo nuestro tren de vida habitual. Me sentía tal como Napoleón a su regreso de la Isla de Elba. ¡Nada de una Isla de Santa Helena para mi, eh! Pero la bebida me atrapó de nuevo y mi generoso amigo tuvo que dejarme ir. Esta vez nos íbamos a quedar sin dinero.

Yo salí de un adicto a otro. En el ejercicio de mi enfermedad, solo sabía rodearme de adictos para perpetuar mi sufrimiento. Así pase de un empresario de la noche adicto a las drogas, a una empresa de informática de poca monta, donde el jefe de tecnología es un heavy satánico adicto a las drogas, y el jefe de marketing un adicto al trabajo buscando subirse el ego. Pero era mejor que estar en aquella ciudad, solo en aquella oficina de un polígono industrial. Pase a trabajar en casa delante del ordenador todo el día, teniendo que convivir con mi familia presionándome continuamente. En cuanto salí de aquella ciudad empecé a ir a los grupos de oa.

Nos fuimos a vivir a la casa de mis suegros. Encontré un empleo y lo perdí como resultado de una pelea con un taxista. Misericordiosamente, no hubo nadie que pudiese adivinar que yo iba a estar sin trabajo durante cinco años, o que iba a permanecer casi siempre ebrio durante todo ese lapso. Mi esposa empezó a trabajar en una tienda de departamentos. Llegaba a casa muy cansada sólo para verme borracho. En las firmas de correduría me convertí en un parásito indeseable.

El ejercicio de la compulsión por la comida me destruye como persona. Me va degenerando poco a poco. Me voy destruyendo lentamente, erosionando mi personalidad y alejando de mí a las personas pues cuando estoy comiendo compulsivamente hago múltiples locuras con la comida y con toda mi vida, estoy en una dinámica de hacerme daño a mi mismo y a los que me rodean. Las personas que tienen que soportarme sufren, y corro el riesgo de quedarme solo. La enfermedad para mi funciona así creando un aislamiento a mi alrededor en el que se perpetua el dolor que me lleva a darme los atracones. La enfermedad crea más enfermedad y se perpetúa así.

El licor dejó de ser un artículo de lujo para convertirse en una necesidad. Dos o a veces tres botellas de ginebra de contrabando al día llegaron a ser mi ración habitual. De tiempo en tiempo, alguna transacción pequeña me dejaba algunos cientos de dólares; era entonces cuando iba a pagar a los bares y las tiendas de abarrotes. El mismo ciclo se repetía sin cesar. Posteriormente, empecé a despertar muy temprano en la madrugada sacudiéndome con violentos temblores. Tenía que beber cuando menos un vaso grande de ginebra y seis botellas de cerveza para poder estar en condiciones de desayunar. Pero, con todo esto, yo estaba convencido de poder controlar la situación y atravesaba por períodos de sobriedad que le devolvían la esperanza a mi esposa.

Antes de entrar en oa, cuando estaba dándome atracones, mi mayor preocupación era proveerme de alimentos compulsivos. Esa era una obsesión continua con tal fuerza que me consumía y anulaba mis otros pensamientos. Sin embargo ahora estando en Oa, en los momentos que no he estado abstinente, esa obsesión no tiene tal fuerza, por que me preocupo de como salir adelante y retomar mi abstinencia. Me preocupo de trabajar el programa para que lo antes posible vuelva a estar abstinente.

Las cosas empezaron a deteriorarse poco a poco. La casa fue embargada por el poseedor de la hipoteca, murió mi suegra y mi mujer y mi suegro enfermaron.

Son esta clase de hechos lo que a mi me desestabilizan. Me remueven emocionalmente y me llevan a comer compulsivamente. Este año de una abstinencia larga (mas o menos limpia, pero una abstinencia al fin y al cabo) he pasado a tener una recaída puesto que he pasado por el trance de perder un trabajo en el que llevaba un par de años y que me hacia sentirme bastante seguro frente a la crisis económica que vivimos. Fue perder el trabajo y aguante un mes abstinente. Por supuesto que yo mismo me hice la cama y me facilite la recaída programando un viaje que no debí hacer que me expuso a la comida en demasía. Pero veo que la comida es solo un síntoma, lo que me llevo a comer fue estar revuelto emocionalmente por este motivo de trabajo y otras obsesiones mías totalmente ficticias, creadas por mi mente enferma, en cuanto a temas de pareja. El uso y abuso de mis defectos de carácter que me acercan a la recaída, y la perpetúan. Gracias a dios cuando escribo esto llevo un tiempo abstinente.

Fue entonces que un prometedor negocio se me presentó. Las acciones estaban en su nivel más bajo en el año de 1932, y de alguna manera yo tenía a un grupo de compradores. Se me iba a dejar una parte generosa de las utilidades. Pero entonces una tremenda borrachera me hizo perder esa oportunidad.

Este golpe me abrió los ojos. Tenía que parar. Me di cuenta de que no podía beber ni una sola copa. Estaba yo liquidado para siempre. Hasta esa fecha había yo hecho una gran cantidad de bellas promesas; sin embargo, mi esposa pensó que esa vez sí hablaba yo en serio. Y efectivamente, hablaba yo en serio.

Esta es la manera de discurrir de mi enfermedad, o todo o nada. Querer cambiar todo de un plumazo y desde ese momento ser feliz para siempre. Ahora ya he aprendido que eso no existe. Lo único que se que funciona es el trabajo duro, día a día.

Un poco después regresé ebrio a casa. No había podido resistir. ¿Qué había pasado con mis grandes resoluciones? No tenía yo la más mínima idea. No habían llegado a mi mente. Alguien, alguien me había ofrecido un trago y yo lo bebí. ¿Es que estaba yo loco? Empecé a preguntármelo, pues tan asombrosa inconsistencia parecía confirmarlo.

Yo no tengo resistencia ni fuerza de voluntad ante la comida. Si no hay nada entre la comida y yo, me lo como. Tengo que trabajarme el día a día el no desear comer compulsivamente, y levantar una barrera que me mantenga seguro. Así pues no tengo alimentos compulsivos en casa, trato de no comer mucho fuera, de no llevar dinero ni monedas cuando se que hay maquinas de comida. Solo cuando estoy en paz conmigo mismo y me siento tranquilo, el deseo desaparece.

Con una renovada resolución intenté de nuevo. Después de un cierto tiempo, la confianza que había yo adquirido comenzó a cederle su lugar a la presunción. ¡Ya podía darle la espalda a las cantinas y al alcohol. Ya tenía de ahora en adelante lo que me hacía falta! Un día entré a un bar para hacer una llamada.

Nunca se en que esquina me acecha la comida. La manera de desarrollarse de mi compulsión ha ido cambiando con mi recuperación, y mi mente enferma ha ido buscando lugares nuevos y maneras nuevas de recaer. Es increíble la cantidad de lugares en los que se esconden mis alimentos compulsivos. Están en todos sitios. Ahora se que no puedo esconderme solo trabajar con el programa el no desearlos.

En un corto tiempo estaba yo golpeteando sobre la barra y preguntándome cómo había ocurrido. Cuando el whisky se me fue a la cabeza me dije que para la siguiente ocasión controlaría mejor las cosas, pero por lo que hacía a ese momento lo mejor era emborracharse. Y así lo hice.

Es la misma clase de razonamiento que “mañana empiezo la dieta pero hoy como lo que me apetezca”

Jamás podré olvidar el remordimiento, el terror y la desesperación que volví a sentir en las primeras horas de la mañana. No tenía el coraje para combatir. No alcanzaba a controlar mi agitada cabeza y tenía el sentimiento de una inminente catástrofe. Con trabajos me atreví a cruzar la calle para no caerme y ser arrollado por un camión. Apenas había un poco de luz de día. Un lugar que funcionaba toda la noche me surtió con una docena de vasos de cerveza. Finalmente, mis crispados nervios se calmaron. Al leer el diario de la mañana me enteré de que el mercado de valores nuevamente se había ido a pique. Lo mismo que yo. El mercado de valores se iba a recuperar, pero yo no. Esta última idea me dañó mucho. ¿Suicidarme? No. Ahora no. Una neblina mental se asentó. Ya la ginebra se encargaría de eso. Dos botellas más y... el olvido.

Esta es una de las grandes mentiras de la enfermedad de la adicción. Creer que un poco más hará que todo desaparezca. Pero no es así, cuando vuelvo a estar consciente y libre de la borrachera de comida, los problemas siguen estando ahí, sin solucionar. Agravados si cabe por que no me he ocupado de ellos. La comida en grandes cantidades (o el alcohol) no solucionan nada.

El cuerpo y la mente son unas máquinas prodigiosas, pues los míos resistieron esta agonía por dos años más.

Yo solo se cuanto puedo llevar mi cuerpo hasta el limite. De veinteañero disfrutaba haciéndolo, practicaba deportes de riesgo, solo tan cerca de la muerte me sentía realmente vivo. Tan desilusionado estaba de la vida, que tenia que estar cerca de la muerte para apreciar estar vivo. Tal era mi grado de depresión.

Durante todos esos años de sufrimiento, desarrolle una gran capacidad de tolerancia al dolor, no solo físico, si no emocional. Para mi la depresión era el estado natural.

A veces, cuando el terror y la locura de la mañana se apoderaban de mí, robaba algo de dinero del pobre portamonedas de mi esposa. De nuevo, tambaleándome y vacilando ante una ventana abierta, o ante el botiquín de medicinas donde había veneno, maldiciéndome por ser un cobarde. Mi esposa y yo, buscando huir de esta situación, salíamos de viaje al campo y de regreso a la ciudad. Llegó entonces la noche en que la tortura física y mental era tan infernal que temí suicidarme lanzándome a través de la ventana, haciéndola añicos. De alguna manera pude arrastrar mi colchón a un piso inferior, para el caso de que saltara por la ventana. Un médico vino a administrarme sedantes poderosos. Al día siguiente ya estaba yo mezclando licor con los calmantes. Esta combinación en breve tiempo me llevó al punto de crisis. Las personas temían por mi salud mental. Y también yo. Cuando bebía, no comía nada, o casi nada. Me faltaban cuarenta libras para llegar a mi peso normal.

Pero jamás sospeche el daño que me podía estar haciendo a mi mismo comiendo compulsivamente. Nunca pensé que mi sobrepeso excesivo fuera un problema en mi vida. Realmente mi manera de comer era un síntoma de una vida a la que no me sabía enfrentar puesto que mi familia no me había sabido dotar de las habilidades relacionales necesarias. No sabía relacionarme sanamente con otras personas y lo pagaba comiendo. De otros chicos huía por que me agredían violentamente, y de las chicas huía por que siempre me rechazaban y sufría mucho. Sentía que siempre era el blanco de todas las burlas y desgracias. No sabía estar en este mundo. Llegue a considerar el suicidio, no como una salida, si no como una manera de llamar la atención, de manipular y chantajear emocionalmente.

Gracias a la bondad de mi madre y de mi cuñado médico, fui admitido en un hospital reconocido en todo el país por su programa de rehabilitación física y mental para alcohólicos. Bajo los efectos de un tratamiento con belladona, se aclaró mi mente. La hidroterapia y los ejercicios ligeros me hicieron bien. Pero lo mejor de todo fue que me topé con un médico comprensivo. Me explicó que aunque indudablemente egoísta y estúpido, yo había estado seriamente enfermo tanto del cuerpo como mentalmente.

Me consoló un poco el saber que, para los alcohólicos, la voluntad es asombrosamente débil cuando se trata de combatir el alcohol, sin importar lo fuerte que pueda ser para otros asuntos. Encontraba yo al fin una explicación a mi comportamiento increíblemente en desacuerdo con mi intenso deseo de dejar de beber. Comprendiendo al fin mi condición, me fui lleno de esperanzas. Durante tres o cuatro meses, el optimismo me daba alas. Iba yo a la ciudad en forma regular y hasta gané algo de dinero. El conocimiento de uno mismo: era ahí donde seguramente estaba la respuesta.

Empecé mi viaje a la recuperación (o mi descenso a los infiernos) el día que decidí escoger comer lo que fuera mas “sano” para mi de manera que aquello me llevara a adelgazar. Adelgacé mucho y rápido. Pensaba que el peso era mi problema y que cuando adelgazara seria feliz. Estaba equivocado. Adelgacé, lo logre. Creí encontrar la respuesta a la búsqueda de mi felicidad en el control de la comida mediante el vegetarianismo. Eso me hizo ser feliz un tiempo. Disfrute, viví, gocé de todo lo que antes con 40 kilos mas no me había dejado vivir. Pero entonces la compulsión por la comida apareció (o volvió) a mi vida de una manera desoladora acompañada de una vuelta a mi depresión. Mi propia voluntad de luchador infatigable y soportador de grandes penas solo me pudo dar ese respiro momentáneo de aire fresco.

Ésta no era la respuesta, pues llegó el terrible día en que bebí de nuevo. Mi salud moral y física se fue al precipicio. Después de cierto tiempo regresé de nuevo al hospital.

Tuve la impresión de que era el fin, la caída del telón. Mi pobre esposa, extenuada y desesperada, fue advertida acerca de mi estado. Moriría yo de una falla cardiaca durante una crisis de delirium tremens o, bien, me afectaría un caso de impregnación etílica del cerebro, quizás en el curso de un año. En breve fecha ella estaría decidiendo si me confiaba al cuidado de las pompas fúnebres o a un hospital psiquiátrico.

Mi familia vivió conmigo este viaje de salida y reentrada a la depresión con gran preocupación y lucha con mi comida. Mis picos emocionales, mis momentos de subidón de alegría instantánea y hundimiento súbito por la mas mínima tontería sin importancia.

No fue necesario que me lo dijeran. Yo lo sabía y estaba casi feliz. Era un golpe mortal asestado a mi orgullo. Heme ahí, yo, que tenía una opinión tan alta de mí mismo, de mis aptitudes y de mi capacidad para salvar obstáculos, estaba totalmente derrotado. Iba ahora a hundirme en la oscuridad, uniéndome a la interminable fila de ebrios que me habían precedido. Pensé en mi desdichada esposa. Sí, había existido mucha felicidad, después de todo. Qué no haría yo por restablecer nuestra dañada relación matrimonial. Pero en este punto ya era demasiado tarde.

No tengo palabras para describir la soledad y la desesperación que viví en esa amarga negrura de la conmiseración de mí mismo. Tenía la sensación de estar rodeado de arenas movedizas. Eran más fuertes que yo; estaba vencido; el alcohol era mi dueño.

Cuando, todo tembloroso, salí del hospital, era un hombre derrotado. El miedo me hizo dejar de beber temporalmente. Un poco después, en la celebración del Armisticio de 1934, la insidiosa aberración de esa primera copa se volvió a apoderar de mí, y una vez más volví a empezar. Ya todos se habían hecho a la idea y aceptaban la certera eventualidad de mi internamiento o de mi final desdichado. ¡Qué oscuro es todo antes de la aurora! De hecho, estaba viviendo el principio de mi debacle final. Yo estaba seguro del hecho de ser lanzado hacia aquello que me gustaba llamar la cuarta dimensión de la existencia. Iba a descubrir la dicha, la paz y una razón de ser, gracias a un modo de vida que se revela increíblemente más maravilloso, día con día.

Yo estaba desesperado. ¿Por qué tras un nuevo varapalo emocional había vuelto a comer desmesuradamente? ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué no podía parar de comer de esa manera tan destructiva para mí cuando apenas unos meses antes si había podido y había perdido tanto peso? No sabía que era adicto.

Empecé a intuir que lo que pasaba a mí alrededor se reflejaba en mi manera de comer. Fueron golpes emocionales fuertes relacionados con amoríos los que desencadenaron en mi estos hechos, primero el ansia de adelgazar, y luego el volver a comer. Cuando volví a comer de manera compulsiva, solo pude parar durante 20 días cuando un amigo vino a verme de lejos por que íbamos a salir a escalar. Yo era incapaz de controlar lo que me llevaba a la boca.

Una de esas tristes tardes de finales del mes de noviembre, tomé un vaso y me senté en la cocina. Estaba bastante contento de pensar que había suficiente ginebra escondida en la casa para poder pasar la noche y el día siguiente. Mi esposa estaba trabajando. Yo me preguntaba si sería capaz de atreverme a esconder una botella cerca de la cabecera de nuestra cama. La iba a necesitar antes de que amaneciera.

Mis sueños fueron interrumpidos por el teléfono. Con una voz llena de buen amor, un antiguo compañero de escuela me preguntaba si podría pasar a visitarme. Estaba sin beber. No recordaba que él hubiese venido a Nueva York en ese estado desde hacía años.

Yo estaba asombrado. Corría el rumor de que había sido internado en un hospital por locura alcohólica. No podía dejar de preguntarme cómo había hecho para escaparse. Bueno, de seguro, cenaría en casa y entonces podría yo beber en su compañía sin tener que esconderme. Muy poco cuidadoso de su bienestar, yo sólo pensaba en recapturar el espíritu de otros días. Alguna vez fletamos un avión ¡para completar una juerga! Su llegada iba a ser un oasis en este temible desierto en el que nada parecía funcionar. Sí, así era ­ ¡un oasis! Así son los alcohólicos.

Yo también tuve compañeros de comilonas. Algunos también eran adictos pero no solo a la comida, si no también a otras muchas drogas como el alcohol o la Maria. Pero nunca conocí a nadie (fuera de mi familia) que fuera comedor compulsivo en el que pudiera identificar claramente el comportamiento del atracón. Y mucho menos nunca escuche hablar de nada parecido al programa y a la recuperación. No cabía en mi imaginación que alguien pudiera rechazar el placer de la alimentación. Sin embargo era uno de mis mayores miedos el hacerme daño con la comida, por exceso o por defecto.

Cuando le abrí la puerta, le vi. La piel fresca y el semblante brillante. Había algo de particular en su mirada. Era diferente, pero sin que pueda yo explicar por qué. ¿Qué le habría ocurrido?

Le extendí un vaso a través de la mesa. Lo rechazó. Desilusionado, pero con mucha curiosidad me preguntaba yo qué le había ocurrido. Ya no era el mismo.

Vamos, vamos. ¿Qué pasa? pregunté.

Me miró derecho a los ojos. Y, en forma sencilla pero sonriente, me dijo:

Ya tengo religión.

Desesperado y totalmente hundido, tarde varios meses en poner un pie en OA. Cuando escuche hablar de dios y del poder superior se me vino a la cabeza la imagen del TITANIC cuando se hundía. Como de repente todos se ponían a rezar con el cura y ardían en una renovada fe esperando consuelo y una salvación milagrosa. En mi miedo, angustia y desesperación eso pensé yo. Si para salir de este dolor de los atracones tengo que aceptar el remedio con un poco de religión que así sea. Paris bien vale una misa que dijo el famoso rey en su momento. Y eso que hasta aquel momento yo ni siquiera sabia si era ateo, agnóstico o que. Ni si quiera me había planteado la cuestión de la Fe, de creer o no creer.

Me quedé petrificado. Conque eso era: El año anterior un alcohólico enloquecido; ahora, sospechaba yo, algo intoxicado de religión. Tenía esa mirada de ojos encendidos. Sí, el compañerito estaba de nuevo emocionado con algo. ¡Bueno, pues que Dios lo bendiga y que se ponga a predicar! Además, mi ginebra iba a durar más que su sermoneo.

Pero no predicó. En poco tiempo me platicó cómo dos hombres se habían presentado ante un tribunal y habían convencido al juez para que no lo enviara a prisión. Ellos habían comentado acerca de una idea religiosa simple y de un programa de acción para poner en práctica. Eso había ocurrido dos meses atrás y el resultado era elocuente: ¡funcionaba!

Él había llegado para beneficiarme con su experiencia, si es que yo lo deseaba. Estaba aturdido, pero sí me interesé. ¡Claro que me interesaba! Y no podía ser de otra manera, ya que no tenía remedio.

Una vez se planto en mi la semilla del ejemplo de la recuperación no hubo marcha atrás. Ya no me podía escapar y volver a irme de Oa sabiendo todo lo que acababa de descubrir. Una compañera dijo una vez que Oa es como la mafia, una vez que entras no te puedes ir por que sabes demasiado.

Habló durante horas. Los recuerdos de mi infancia llegaban a mi mente. Me parecía escuchar, como en aquellos domingos apacibles, la voz del predicador que me llegaba de lejos hasta la colina donde yo estaba sentado; estaba ahí el juramento de no beber vinos ni otros licores que nunca firmé; el desprecio moderado de mi abuelo hacia algunos adoradores y sus actos; su insistencia en que las esferas celestiales tenían música; mas su negativa al derecho del predicador de decirle a él cómo debía escuchar tal música y cómo hablaba sin temor alguno de sus convicciones justamente antes de morir; todos esos recuerdos afloraron a la superficie. Tenía yo la garganta reseca.

La idea previa de una religión establecida (con toda la mala prensa que tienen las religiones oficiales) choca con la idea de espiritualidad tal como la propone el programa de 12 pasos. Y al creer que son la misma cosa mucha gente, yo el primero, rechazamos el programa, pero cuando nos damos cuenta de que no, que no es lo mismo, que es algo nuevo, mucho mejor, totalmente abierto y libre, nos quedamos boquiabiertos, yo al menos.

Volví a pensar en ese día de la guerra en que visité la Catedral de Winchester.

Siempre había creído en un poder superior a mí mismo. Siempre había reflexionado sobre estas cosas. No era ateo. Pocas gentes lo son realmente, pues el ateísmo implica una fe ciega en la hipótesis extraña de que este universo ha salido de la nada y va hacia la nada. Mis héroes intelectuales, los químicos, los astrónomos, aun los evolucionistas suponían que grandes leyes y grandes fuerzas regían este mundo. A pesar de pruebas contrarias, me quedaban pocas dudas de que un motivo y un orden poderosos regían ese mundo. ¿Cómo podrían existir tantas leyes precisas e inmutables sin que hubiese la intervención de alguna forma de inteligencia? No podía hacer otra cosa que creer en un Espíritu del universo, el cual no conocía ni tiempos, ni límites. Pero era hasta ahí adonde yo había llegado.

Para mi con creer en algo, sin saber en que, ya es suficiente. Con saber que existe algo por que es demasiada coincidencia que todo esto sea así, ya es suficiente. Yo no trato de definir el poder superior, sería como ponerle puertas al campo. Lo percibo, noto que esta ahí, veo pinceladas, y poco a poco voy viendo como es para mí. Pero cada uno tiene su propia percepción del poder superior, y por lo tanto el poder superior de cada uno es distinto, y no tienen ni por que parecerse.

Es así que me alejé de los ministros religiosos y del mundo de la religión. En cuanto se me hablaba de un Dios personal, de un Dios que era amor, dirección y fuerza suprahumanos, me irritaba y mi mente se cerraba de golpe contra tal teoría.

A Cristo le concedía yo el valor de ser un gran hombre, cuyos discípulos no lo habían seguido fielmente. Sus enseñanzas morales, excelentes. Por mi parte, me había quedado con los principios que me parecían prácticos y que no eran demasiado exigentes; y el resto lo deseché.

Así es como funciona el poder superior y el resto del programa. Coge lo que te interese y lo que te sirva, el resto olvídalo. Se trata de ser tolerante y abierto, y comprender que podemos tener ideas y creencias diferentes sobre la misma cosa, y que no pasa nada por ello, mientras nos aceptemos los unos a los otros y nos dejemos vivir. Es el ansia de poder y control, la cerradez de mente, lo que llevo a la opresión a lo largo de la historia, y por eso hoy día se tiene tan mal concepto de la religión. Pero el programa de Oa tiene todo lo bueno de la religión (la espiritualidad), sin lo malo de la religión (la opresión). Nadie, jamás, en Oa me ha dicho como he de pensar y actuar.

Las guerras que se habían peleado, los incendios y las trampas que la controversia religiosa había provocado me enfermaban. Me preguntaba sinceramente si, en su totalidad, las religiones del mundo tendrían algo de bueno. Eso era por lo que yo había visto en Europa y después, el poder de Dios en los actos humanos era insignificante, la Fraternidad entre los Hombres era una farsa trágica. Si existía el diablo, él parecía ser el dueño del mundo y de los destinos humanos y, cosa cierta, era mi dueño.

Pero mi amigo, sentado frente a mí, declaró a quemarropa que Dios había hecho por él lo que él nunca pudo hacer para sí. Su voluntad de ser humano había fracasado. La medicina lo había declarado como irrecuperable. La sociedad se estaba apresurando a encerrarlo. Así como yo, él había admitido su derrota total. Más tarde, literalmente, había resucitado de entre los muertos, repentinamente sacado del fondo más bajo hacia un nivel de vida mejor que él hubiese jamás conocido.

Cree en algo, cree en lo que quieras, pero cree. Por que esa creencia cuando la veas funcionar en ti será Fe, y esa fe será tu clavo ardiendo que te sacara del más hondo de los infiernos. Esto me lo digo a mi mismo ahora que se todos estos hechos del programa, pero si me lo dicen nada mas llegar, hubiese puesto pies en polvorosa.

¿Habría surgido esta fuerza de él mismo? No, claro que no. No había habido en él más fuerza que la yo hubiese tenido en ese momento; y esto era nada, nada en absoluto.

Me cayó aquello como una tonelada de ladrillos. Empecé a creer que las personas con religión habían tenido quizás la razón, después de todo. Había ocurrido algo en el corazón de un hombre y este algo había logrado lo imposible. Mi opinión acerca de los milagros había sido de súbito reexaminada. Poco importaba el tiempo lejano: tenía ante mí, al otro lado de la mesa, a un milagro viviente. Él aportaba un suceso extraordinario.

Personas como estas con una recuperación tan fuerte que brillan, yo los llamo “milagros con patas”. Para mi son personas que cuando andan parece que crecen flores a sus pasos. Para mi están a otro nivel, por encima de todo lo mundano y terrenal. Yo he logrado sentirme así durante épocas del tiempo que estado en Oa, y no he necesitado la adicción para vivir. El deseo de comer compulsivamente desapareció por grandes lapsos de tiempo.

Vi que mi amigo estaba mucho más que readaptado psicológica mente. Sus raíces habían llegado hasta un suelo nuevo. A pesar de su ejemplo viviente, me quedaban aún vestigios de mis viejos prejuicios. La palabra Dios aún causaba en mí una cierta antipatía. Una vez que fue expresada la idea de que podría existir un Dios personal que se ocupase de mí, mi antipatía se intensificó. La idea no me agradaba. Podría aceptar ciertas concepciones tales como de una Inteligencia Creadora, de una Mente Universal o del Alma de la Naturaleza, pero me resistía al concepto de Emperador de los Cielos, no obstante lo amable que su dominio pudiese ser. Desde entonces he platicado con infinidad de personas que pensaban como yo.

Mi amigo hizo una sugerencia que me pareció novedosa: ¿Por qué no seleccionas por ti mismo tu propia concepción de Dios?"

Y ante esta idea de “propia concepción de Dios”, es cuando viene Isabel la Católica, crea el tribunal de la santa Inquisición, nombra a Torquemada Alto inquisidor. Nos hacen un juicio sumarísimo del que sacan confesiones arrancadas con tortura y al final nos ponen a freír a la brasa en un horno de leña al baño María. Y dándonos vueltas para que te quemes bien por los dos lados no vaya a ser que no te duela algún lado, que te tiene que doler bien todo el cuerpo por hereje, anatema, y pecador.

Desde mi punto de vista, para los católicos dios es una idea monolítica estable e inamovible. Que un ser humano pueda crear su propia concepción de dios es herejía por que dios como ser omnipresente y omnitodo de todo, esta lejos de toda percepción y capacidad mental humana.

Su proposición me golpeó el corazón. Sentí que se derretía la montaña glacial de los prejuicios intelectuales a la sombra de los cuales yo había temblado por años y años. Al fin, volvía yo a encontrar el sol.

Se trataba solamente de estar dispuesto a creer en un Poder Superior a mí mismo. No tenía que hacer nada más para comenzar. Vi que el crecimiento podría iniciar a partir de ese punto. Al adoptar una actitud de completa buena voluntad, podría yo conocer el cambio que veía en mi amigo. ¿Lo lograría? ¡Claro que lo lograría!

Es de esta manera que he llegado a convencerme de que Dios se ocupa de los hombres, cuando lo deseamos con todo el corazón. Al fin veía, sentía, creía. Capas y capas de orgullo y de prejuicio caían de mis ojos. Un nuevo mundo aparecía ante mi vista.

Se dice tan fácil eso de creer en un superior. Realmente creo que lo es. Para mi es fácil aceptar la idea de un poder superior que me quiere y me cuida. Lo difícil es soltar todas mis creencias antiguas encaminadas hacia la enfermedad de la compulsión por la comida, mi poder superior anterior a estar en los grupos.

Repentinamente comprendí el verdadero significado de la experiencia de la catedral. Por un instante yo había tenido necesidad de Dios y Lo había querido. Tímidamente yo había querido que estuviese allí y Él había venido. Pero muy pronto el sentimiento de su presencia había sido sofocado por los clamores del mundo, sobre todo aquellos que se elevaban dentro de mí. Y así había sido desde entonces. ¡Qué ciego había estado!

En el hospital me separé del alcohol por última vez. El tratamiento parecía ser el indicado, ya que yo mostraba síntomas de deliriums tremens.

Estoy en la duda de si como Bill también yo necesito ayuda psicológica. Se que durante el 4 al 9 paso se limpia uno de los efectos del pasado, ante los cuales me siento totalmente impotente. Creo que aun no he soltado el dolor y la aflicción, mi vida en el fondo, como mi poder superior. Cada vez que revivo algo de mi pasado, la recaída en la comida me acecha. A veces pienso que estoy tratando los síntomas de mi enfermedad, la comida, mientras lo que me lleva a comer esta ahí en el fondo acechando, esperando a la mínima para volver a salir, y cuando lo hace, el dolor me sobrepasa y mi compulsión por la comida se desboca.

Después, yo me ofrecí humildemente a Dios, tal como lo concebí, Le pedí que dispusiese de mí como Él lo deseara. Me puse sin reservas bajo Su cuidado y dirección. Admití por vez primera que por mí mismo yo no era nada; que sin Él estaba yo perdido. Sin reservas encaré mis pecados y estuve de acuerdo en que mi nuevo Amigo los extirpase. Desde entonces jamás he vuelto a beber.

Mi antiguo compañero de escuela me vino a visitar y le hice saber todos mis problemas y todas mis deficiencias. Hicimos la lista de personas a quienes en alguna forma yo les hubiese causado un daño o hacia quienes yo nutría rencores. Me mostré enteramente dispuesto a encontrar a esas personas y a admitir mis errores, sin jamás juzgarlas. Yo iba a corregir todos mis errores lo mejor que pudiese.

Este es el inicio del proceso curativo que es el cuarto paso. Yo lo inicie y me quede en leerlo, o quizás no lo hice con la suficiente profundidad, pero siento que lo necesito. Por que cada vez que revivo el pasado, siento el dolor de revivir todo el daño que me hicieron, y eso me lleva a recaer. Y no hace falta mucho. Vi una chica en el metro que se parecía a una ennovia mía y eso me revolvió los sentimientos y a los dos días tuve una recaída. Tuve un sueño en el que me enfrentaba a mi antiguo enemigo, el acosador que tanto daño me hizo, y tuve una recaída. Si no me limpio por dentro, mi éxito con el programa no esta asegurado. Aun me siento presa de mis locas emociones y resentimientos.

Debía poner a prueba mi pensamiento mediante la conciencia de la presencia de Dios en mí. El sentido común iba a ser sustituido por la guía divina. ¿Cómo? Cuando tuviese dudas, me sentaría tranquilamente y pediría solamente que me fuesen dadas la fuerza y la luz para atender mis problemas en la forma en que Dios lo quisiese. Jamás debería rezar para mí, sino para pedir ser más útil a los demás. Solamente así podría esperar ser correspondido. Pero, en tal caso, sería correspondido abundantemente.

Mi amigo me prometió que cuando se realizaran estas cosas, viviría yo un nuevo género de relación con mi Creador; que tendría en mis manos los elementos de un modo de vida que traería la solución a todos mis problemas. Esencialmente, era suficiente creer en el poder de Dios y estar dispuesto, con toda humildad y con toda honestidad, a establecer y a mantener este nuevo orden de cosas.

Simple, pero no sencillo; un precio habría de pagarse. Aquello significaba la destrucción de mi egocentrismo. Debía de poner todas las cosas en manos del Padre de la Luz que reina sobre todos nosotros.

Mi vida no es mía, esta en manos de mi poder superior. Yo no tengo poder de decisión en lo que pasa a mi alrededor. Si decido yo mi libre albedrío infectado por la enfermedad me lleva a la autodestrucción. Cuando manda Dios, me siento libre de la carga que significa tener que ocuparme de mi sin equivocarme, por que por supuesto yo siempre fallo.

Estas proposiciones eran a la vez que radicales, revolucionarias; pero, a partir del momento en que las hube aceptado, el efecto fue electrizante. Tuve una impresión de victoria, seguida por una sensación de paz y serenidad como jamás la había experimentado. Tenía una confianza plena. Me sentí transportado, tal como si el tonificante viento fresco de las montañas me hubiese envuelto. A la mayoría de los seres humanos, Dios se le manifiesta poco a poco, pero Su encuentro conmigo fue repentino y profundo. Durante un cierto tiempo me sentí inquieto; llamé a mi médico amigo para preguntarle si él creía que yo aun estuviese sano de la mente. Asombrado, escuchaba lo que yo le contaba.

Finalmente, y sacudiendo su cabeza, me dijo: Algo ha llegado a ti que no alcanzo a comprender. Pero es preferible que te aferres a ello. No importa lo que sea, pero es mejor que el estado en que te encontrabas." Al día de hoy, este buen doctor tiene a menudo la oportunidad de encontrar pacientes que desarrollan experiencias como la mía. Él sabe que son verdaderas.

En mi cama del hospital me asaltaba el pensamiento de que habría miles de alcohólicos desesperados que estarían felices de beneficiarse con aquello que me había sido dado de manera tan gratuita. Quizás pudiese ir en auxilio de algunos. A su vez, ellos podrían acudir en auxilio de otros.

Mi amigo había insistido sobre la absoluta necesidad de poner en práctica estos principios en todos los aspectos de mi vida. Era necesario, sobre todo, tratar de ayudar a otros alcohólicos tal como él lo había hecho conmigo. La fe sin obras es una fe muerta, me decía. ¡Qué importante es esto para los alcohólicos! Puesto que si un alcohólico se descuida en enriquecer y perfeccionar su vida espiritual con el trabajo y la dedicación hacia los demás, no podrá superar las pruebas y las depresiones que le esperan. Si no se empeña en este crecimiento interior, con toda seguridad volverá a beber y, si bebe, morirá, de seguro. Entonces, la fe estaría muerta, efectivamente. Y es así también para nosotros.

Mi mujer y yo nos adherimos con entusiasmo a la idea de ayudar a otros alcohólicos a encontrar una solución a sus problemas. Ésta era una cosa óptima, ya que mis antiguos socios de negocios dudaron de mi restablecimiento durante un año y medio, periodo en el que tuve poco trabajo. No me sentí muy bien en ese tiempo y me atormentaban accesos de conmiseración por mí mismo y de resentimiento. Estos sentimientos algunas veces me hicieron casi volver a beber, sin embargo, comprendí que donde todos los demás métodos habían fracasado, la dedicación hacia otro alcohólico me mantenía a salvo. Más de una vez regresé a ese hospital, desesperado. Al hablarle a algún alcohólico ahí mismo, me levantaba y volvía a andar sobre mis pies. Este modo de vida da resultados en los momentos difíciles.

Rápidamente comenzamos a hacer amigos y, tras de nosotros surgió una Confraternidad, de la cual es maravilloso sentir uno que forma parte de ella. La alegría de vivir está siempre con nosotros, tanto en las situaciones de tensión, como en las de dificultades. He visto centenas de familias tomar el camino que en verdad los lleva a una meta; he visto desarrollarse favorablemente situaciones familiares en verdad desesperadas; he visto solucionarse enemistades y rencores; he visto hombres abandonar los manicomios y volver a sus puestos en las vidas de sus familias y de su ambiente social. Hombres de negocios y profesionistas han recuperado su rango social. No ha habido ningún género de dificultades o de miseria que no haya sido resuelto entre nosotros. En una ciudad del Oeste del país hay ochenta de nosotros con sus familias. Nos reunimos frecuentemente en nuestros diferentes hogares, a fin de que los recién llegados encuentren la amistad reconfortante que necesitan. En estas reuniones informales podemos encontrar de 40 a 80 personas. Estamos creciendo en número y en fuerza.

Se me han cumplido mis sueños. Todo aquello que soñaba tener antes de llegar a oa, recorriendo el camino de los pasos se ha cumplido en su gran parte. Pero aun no esta cumplido del todo, falta por completarse el escapar de las garras de la enfermedad y salir de los atracones. Aunque eso lo he tenido temporalmente, la enfermedad siempre vuelve. Por mucho que yo mejore mi vida, por mucho que avance en mi recuperación, la compulsión por la comida siempre vuelve. Y como soy humano, mi resistencia ante ella, mi paciencia tiene un limite. Acabo exhausto de saber que siempre estará ahí y que nunca me dejara en paz, que solo puedo tratar de vivir lo mejor que pueda con ella un día a la vez. Quizás envidio a las compañeras que estan abstinentes desde el primer día, o quizás hecho de menos mi abstinencia de antes de recaer, pero no quiero seguir así, a merced de esta enfermedad.

Un alcohólico ebrio es un ser desagradable. La labor de persuasión que debemos desarrollar ante ellos es a veces ardua, cómica y trágica. Uno de nosotros, desafortunadamente, se suicidó en nuestra casa. No pudo o no quiso comprender nuestro modo de vida.

En aquello que hacemos hay una gran alegría. Supongo que algunas personas se escandalizarán a causa de lo que pareciese ser mundano y poco serio. Más, bajo esa apariencia somos implacablemente serios. La fe en Dios debe de cumplir su obra día por día en nosotros y a través de nosotros, o si no perecemos.

La mayoría de nosotros creen que ya no tenemos que buscar la Utopía. Lo que tenemos con nosotros, aquí, ahora, es eso. Todos los días, aquella sencilla conversación de mi amigo en la mesa de la cocina se repite y se multiplica en un círculo siempre más grande de paz sobre la tierra y de buena voluntad hacia los hombres.